miércoles, 2 de mayo de 2012

EL POCILLO DE LA PURA por José Manuel Frías Raya.

EL POCILLO DE LA PURA

Y ahora, cuando pienso en él, me parece el Jardín del Edén y me cortaría una mano para que el tiempo caminara hacia atrás y para que todo volviese a ser como antes.

PRIMO LEVI, Si ahora no, ¿cuándo?
                   
Hojeando el memorial azul, donde duermen los gratos recuerdos infantiles, mi niñez revive soñolienta y borrosa trasladándome a los lugares  intemporales donde de pequeño más me divertí. Lugares eternamente amados en los que el niño pueblerino que fui, inmune al cansancio y ávido por descubrir y experimentar, fue feliz, como nunca lo ha vuelto a ser. Lugares ideales para gozar de la vida, entretenerse y pasarlo bien, que tenía recogidos en mi agenda memorística, pero no colocados por orden alfabético, sino por grado de diversión; y el primer puesto de la lista, como es obvio suponer, lo ocupaba mi preferido, un sitio paradisíaco que se convirtió en lugar de culto para mí, y que solía visitar casi a diario durante los añorados últimos veranos de mi niñez: el Pocillo de la Pura. Sí, Pocillo con mayúscula, ya que fue el sitio más querido de mi infancia.

Sabía de su existencia por las conversaciones oídas a los compañeros de juegos, pero desconocía dónde se encontraba y, por supuesto, nunca había estado en él. Lo descubrí una inolvidable tarde de sábado de un caluroso mes de julio. El  reloj-despertador dio las cinco de la tarde, y al igual que en el poema de Lorca, abandoné la obligatoria siesta e inicié mi particular paseíllo. Bajé a toda prisa los escalones de mi casa, con un cacho de pan en una mano y una pastilla de chocolate en la otra, y me dirigí a la de mi vecina, Victoria “Adolfo”. La puerta estaba entornada y protegida por una cortina de rayas verticales, azules y blancas, colocada para mitigar los efectos de sol. Mi madre vigilaba mis movimientos con la puerta entreabierta. Pregunté por Isidro, y su hermana Mari Carmen, a la que llamaba, y aún sigo llamando, “La Niña Adolfo”,  me dijo que se había ido con su primo Manolo Zorrilla. Permanecí un poco de tiempo hablando con ella para que mi progenitora se confiara de que me quedaba allí y se metiera para dentro. Logrado mi propósito, tiré para abajo. Todas las puertas estaban encortinadas y la calle deshabitada. La única presencia humana que divisé fue Félix Mata, prima de mi madre, que estaba atareada en su almacén de materiales para la construcción.  Llegué a la casa de Curro, pregunté por él a su madre, Dolores “La Currita”, pero no sabía dónde estaba. 

Fracasados mis objetivos iniciales, rápidamente cambié de planes y decidí ir a coger moras a los zarzales que había pasada la casa de Carmen “La Ceniza”. Me hice de un junquillo para ir ensartándolas en forma de ristra, pero en seguida descubrí que aquellos zarzales estaban recién cogidos, pero no por un cualquiera,  sino por alguien muy experimentado y capaz: había llegado a los lugares más inaccesibles y seleccionado las moras más gordas y maduras. De pronto vi, a lo lejos, al que me había hecho la puñeta, me acerqué un poco y fácilmente lo reconocí: era Curro. No exagero, pero portaba las mejores cuatro ristras de moras que he visto en mi vida. Poco mayor que yo, Curro era bastante más maduro, sabía de  mundo mucho más de lo que le correspondía por edad y, en todo, salvo en la escuela, era el número uno. Me dijo que no cogiera, que las suyas las repartiríamos entre los dos. Nos sentamos a la entrada del cortijo de “Moreno Coscurro”, junto a la acequia que llevaba unas cuantas tornas de agua y, con los pies puestos al remojo, dimos cuenta del suculento manjar.

Estuvimos un ratillo hablando de nuestras cosas y me propuso ir a bañarnos al Pocillo de la Pura. Yo, la verdad sea dicha, hacía mucho tiempo que deseaba una invitación similar, pero temía a la reacción de mi madre si se enteraba.  Me tenía encargado que si salía de mi hábitat natural, es decir, la casa de Manolico Núñez, el puesto de Pura “La Silva”, la puerta falsa de Eusebio y la casa de “Los Molletes”, que le avisase para saber dónde estaba; pero el deseo pudo más que la obligación, y, cuando me quise dar cuenta, había traspasado mi frontera Sur, que por aquel entonces llegaba al cortijo de “Orea”, y me adentraba en tierras desconocidas. Bajamos un pecho muy pronunciado y pasamos por  un cortijo, cuyo propietario en aquel momento no recuerdo, pero que más tarde compró Pepe “Los Nervios”; cruzamos un arroyo;   atravesamos una haza, con olivos y perales, propiedad de Domingo “Bigotecano”, y llegamos a la huertas del Algarrobal. Yo le preguntaba continuamente si faltaba mucho y él me respondía que estábamos a punto de llegar.  De pronto me vi situado en una especie de mirador desde donde se veía el río, con mucha solemnidad, Curro me dijo: “ya hemos llegado, ahí está el Pocillo de la Pura  y, estamos de suerte, no hay nadie”.   Bajó por una  estrecha veredilla embalado, como si participase en la final de los cien metros lisos de unas Olimpiadas; yo lo seguía a distancia y cuando llegué abajo él ya estaba dentro del agua, nadando en traje de Adán. Le pregunté si cubría y me mostró dónde.  Me desnudé,  dejé la ropa junto a la suya y poco a poco me fui introduciendo en el agua. Lo primero que me sorprendió fue su claridad y la presencia de algunos pececillos, que se paseaban junto a nosotros, huérfanos de timidez. Hasta aquel inolvidable día, mis baños se habían limitado a la acequia y a los pilones de la Fuente y del lavadero de las Pilas y, como es de suponer, no sabía nadar. Curro me demostró que era un aventajado nadador y me dio las primeras lecciones. Allí se estaba maravillosamente, y lamenté profundamente que hubieran tenido que pasar nueve años, dos meses y seis días, desde que vine al mundo, para descubrir aquel paraíso. Pero me propuse recuperar el tiempo perdido, y lo hice con creces: a partir de aquel día mis ires y venires  al Pocillo de la Pura fueron continuos.

Para volver, Curro me dijo que íbamos a tirar por otro camino, ya que si lo hacíamos por el de ida, al pasar por la puerta de su casa su madre lo retendría y no lo dejaría salir más. Comenzamos a andar cuesta arriba de manera tranquila. Todo aquel territorio era nuevo para mí. Cuando me quise dar cuenta, estábamos a la entrada del Carrascal, junto a la casa de “Yescas”. Eso suponía que debía  transitar por delante de las viviendas de mi tío Joseíco y de mi abuela Encarnación: yo no contaba con esta dificultad.  Con gran sigilo me fui acercando, solamente divisé a mi prima Puri, que jugaba a las casitas, en el escalón de su casa, pero estaba muy entretenida y no me vio. Al llegar a la puerta de don Ernesto, nos separamos: Curro se marchó hacia el “Ventorro” y yo emprendí el camino hacia la calle de Las Monjas. Pero  al igual que las desgracias nunca vienen solas, la suerte aquel día se convirtió en mi aliada: cuando pasaba por delante de la tienda de Zorrilla mi vecino Isidro salía de ella, le conté de dónde venía y los dos emprendimos el regreso a nuestras casas. Mi madre, que se encontraba sentada al fresco con María Dolores “La Gaspachilla” y Carmen “La Fifa”, al verme llegar junto al habitual compañero de juegos, se limitó a preguntarme si tenía hambre. La caminata y el baño me habían despertado el apetito. Le respondí que mucha y me preparó una exquisita tortilla francesa.

Como he citado con anterioridad, me propuse recuperar el tiempo perdido, y el ir a bañarme al Pocillo de la Pura se convirtió en una obsesión para mí,  incluso me atrevería a decir que me creó adicción. Aunque no era yo el único que sentía debilidad por aquel delicioso lugar, prueba evidente de ello es lo muy concurrido que estaba casi siempre. Algún día llegamos a reunirnos allí más de una veintena de niños procedentes de todos los barrios del pueblo. Y, aunque la mayoría de las veces los baños transcurrían en la más absoluta tranquilidad, no faltó ocasión que las rivalidades infantiles se trasladaron a un lugar tan paradisíaco y alguno que otro acabase a puñetazos limpios; pero esto era la excepción, lo normal era chapotear, zambullirnos saltando desde las piedras, empujarnos, hacernos alguna que otra ahogadilla, escondernos la ropa, compartir cigarrillos  y, de vez en cuando, competiciones de pajas.

Podría contar cientos de vivencias relacionadas con el Pocillo de la Pura, desde la tarde que compartimos baño con unas desconocidas en bikini; pasando por los forasteros que nos retrataron y les dimos nuestras direcciones para que nos enviasen las fotos, y aún seguimos esperando; o cuando la pareja de la Guardia Civil simuló quitarnos la ropa. Pero de todas ellas hay una que conquistó para siempre un lugar de honor en mi memoria y en mi corazón. La cosa sucedió de la siguiente manera: pasadas las diez de la mañana, mi padre, que aquel verano trabajaba de guarda de la acequia, llegó a casa de donde había salido a las tres y media de la madrugada, al igual que todos los días, incluidos sábados y domingos,  para ir andando a Guaro y de vuelta repartir el agua. Mientras desayunaba, antes de acostarse, me dio el encargo de que le fuera por una cuchilla de afeitar “La Rosa” a la tienda de Antonia “La Osecoa”. Como simple curiosidad y, para conocimiento de las nuevas generaciones, transcribo que en aquellos tiempos solamente había dos marcas de cuchillas de afeitar: “La Rosa” y “La Palmera”. La primera costaba dos reales y la segunda, una peseta. Además de por el precio se diferenciaban por el color de la hoja, siendo “La Rosa” plateada y “La Palmera” de amarillo oro. Lo cierto es que yo salí con la intención de hacer el “mandao”, pero me encontré con dos expediciones que se estaban organizando: una en la puerta de la tienda de Antonio “La Purita”, que iba al Pocillo de la Pura, y, enfrente, en la del bar “Los Nervios”,  otra que reclutaba futbolistas para ir al jugar al llano de “La Peña”, con el aliciente de que iban a estrenar un balón de reglamento, conseguido tras completar un álbum de chocolate Lloret. Yo, como los lectores habrán deducido fácilmente, me uní a los que iban a bañarse, olvidándome por completo del encargo de mi padre.

Llegamos al Pocillo de la Pura y al desnudarme, los dos reales se me cayeron al suelo. Sin despedirme de los compañeros eché a correr como loco para regresar al pueblo. Había pasado las huertas del Algarrobal, cuando me di un costalazo de los que dejan huella, me miré en el bolsillo, por si acaso había perdido los dos reales y al comprobar que estaban allí, me sacudí las rodillas, le unté un poco de saliva, y emprendí la marcha. Apenas había avanzado una decena de metros cuando escuché el ruido de un coche que se aproximaba por mis espaldas, me eché a la cuneta y seguí corriendo, de repente el coche se paró a mi lado, enseguida me vino a la cabeza que se trataba de un tío mantequero, de los que tanto había escuchado hablar, iba a empezar a correr hacia la haza limítrofe, cuando observé que era el Land Rover de Bartolomé que me invitaba a subir,  imagino que había visto lo sucedido. Al instante recordé las recomendaciones de mi madre, atosigante en sus cuidados y consejos,  de que no cogiera nada ni me subiera al coche de extraños, pero Bartolomé no era un desconocido, sino una de las personas más conocidas y respetadas de Periana. No lo dudé mucho y acepté su invitación. Se interesó por mi estado y le dije que me encontraba bien. A continuación me preguntó  por qué corría tanto, al contárselo esbozó un sonrisa. Nunca pude imaginar que en un coche se tardará tan poco en volver del Pocillo de la Pura, sin apenas darme cuenta estábamos entrando en el Carrascal, pero aún tuvo tiempo de preguntarme quién era mi padre y diciéndole que Manolo “Calayo”, llegamos a la puerta del bar “Los Nervios”, donde ya le esperaban sus compañeros de aperitivo: Paco Molina y Enrique “El Pañero”. Al bajarme del coche creo que le di las gracias y me fui a comprar la cuchilla. Aunque en mi corta existencia ya me habían sucedido algunas cosas, aquella fue, sin lugar a dudas, la más importante hasta ese momento, ¡dónde va a parar!  Era la primera vez que me montaba en un coche,  y no era en un coche cualquiera, sino en el de Bartolomé.  Con anterioridad solo había viajado en “La Alsina” hasta Vélez-Málaga, para que me quitaran las pelotas. Como es de suponer, lo de mi viaje en el coche de Bartolomé se lo conté a todos mis compañeros y me sentí importante. 

Mis visitas al Pocillo de la Pura prosiguieron con la regularidad acostumbrada, pero jamás volvieron a subirme en coche. La última, hecho que yo ignoraba cuando aconteció, la efectué en compañía de Rafalito “El Caribe”, y tuvo lugar el día antes de partir hacía Málaga, para aprender un oficio en la antigua “Escuela Franco”. Al despedirme del Pocillo, prometí que estudiaría con ahínco para que no me quedara ninguna asignatura y volver el verano próximo. Pero mis previsiones nunca se hicieron realidad: antes de finalizar el curso mi familia emigró a la Capital y nunca he regresado al Pocillo de la Pura. Lo sustituí por las aguas de La Malagueta, pero nada volvió a ser igual. Y mi niñez, al contrario de lo que canta Serrat, no sigue jugando en la playa del Mediterráneo, sino que para siempre permanecerá feliz y pueblerina en el Pocillo de la Pura.

                                                                                                      JOSÉ MANUEL FRÍAS RAYA

                                                                                  Publicado en el número 27 de ALMAZARA

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