sábado, 7 de julio de 2012

MI PRIMER PARTIDO por José Manuel Frías Raya.


MI PRIMER PARTIDO
                                                                                             
        
                                                        Para encender  el  fuego  de  la memoria
                                                                       es indispensable una chispa –la que sea,
                                                                       venga de donde venga.
                                                                       Josep Pla, El cuaderno gris


Hay amistades nacidas en la niñez que perduran toda la vida, y otras iniciadas en el mismo periodo de tiempo que, debido a circunstancias diversas, se evaporan durante la etapa infantil; pero, a veces, el caprichoso  devenir  consigue que, cuando ya se ha vivido mucho más de lo que queda por delante, vuelvan a reanudarse. Esto último me ha sucedido con Manolo “El Melillero”.  Con Manolo, de edad similar a la mía, compartí ilusiones, escuelas y juegos. Luego,  los caminos de la vida nos llevaron en diferentes direcciones, pero el azar quiso que, en el  Tanatorio de Periana, durante el velatorio de mi tío Joseíco,  volviéramos a encontrarnos, la noche del domingo, 28 de octubre de 2007, y reemprender la interrumpida amistad. Al cruzarse nuestras miradas busqué en el álbum de las caras conocidas y recordé, de inmediato, que era él.  Nos miramos unos instantes, en silencio, y comprobamos, mutuamente, lo que el implacable tiempo había hecho con nosotros. Sigilosamente hicimos un aparte, en la amplia sala, y hablamos durante un buen rato.  Con cuarenta años más encima desde la última vez que nos vimos, era mucho lo que teníamos por contarnos. Descubrí que, durante mucho tiempo, Manolo había sido emigrante en Francia, Badalona y Suiza, de donde  retornó al pueblo en el año 2001 para convertirse en agricultor. También me enteré de que éramos casi familia, debido a su matrimonio, y que tenía un hijo llamado Manuel Isidro. Asimismo me confirmó, lo que yo suponía, que seguía amando el fútbol y que el Barcelona continuaba siendo el equipo de su corazón. Intercambiamos teléfonos y quedamos en vernos para ver jugar al Málaga.  Por cierto, antes de despedirnos, me informó de que, aquella tarde, el equipo de La Rosaleda había perdido en Albacete por dos a uno, en los minutos de prolongación.

Después  de nuestro reencuentro, en dos ocasiones volvimos a coincidir en el mismo lugar; pero también hicimos realidad el deseo de vernos en La Rosaleda. Estos encuentros futboleros son ocasiones propicias para sacar a relucir nuestros recuerdos compartidos. Y como todos ustedes podrán deducir fácilmente, en un campo de fútbol, dos aficionados al ídem, no se van a poner a hablar, precisamente, de toros.  En la grada, aguardando el inicio o en el descanso de los partidos, hemos  revivido nuestros días de amistad y fútbol en las calles, llanos, plazas y eras de Periana. Pero también departimos de otras vicisitudes relacionadas con el deporte rey. Su pasión por el Barcelona supera lo previsible, como lo puso de manifiesto, al contarme, que en más de una ocasión, cuando residía en Suiza, cogió un avión y se plantó en el Nou Cam para ver jugar al club de sus amores. Y recordó, emocionado, la primera vez que acudió al campo donde nos encontrábamos: hecho que aconteció en un lejano mes de agosto cuando apenas era un adolescente. La cosa sucedió, más o menos, de la siguiente manera: en La Lomilleja se encontró con José Manuel, el hijo de Joseíco “El Buscas” y Pepa “Antoñón”,  que montado en su coche aguardaba a varios amigos para viajar a Málaga, con el propósito de presenciar un partido del, por aquel tiempo, prestigioso Torneo Internacional de Fútbol “Costa del Sol”. Habló largamente con José Manuel para convencerlo de que le llevase con ellos, incluso le mostró el dinerillo que tenía en el bolsillo, suficiente para sacar la entrada y pagar la parte proporcional de la gasolina.  Aunque le costó persuadirlo logró su objetivo, y así consiguió asistir  al primer partido de su vida que jugaron el Club Deportivo Málaga y un equipo brasileño, cuyo nombre no recuerda. Cuando regresaron al pueblo, a altas horas de la madrugada, su padre le estaba esperando y lo calentó  bien.

 Al igual que mi amigo Manolo “El Melillero”, yo también recuerdo con nostalgia, alegría y emoción la primera vez que presencié un partido de fútbol en el  extinto campo de la Rosaleda. Y digo extinto, porque aquel viejo campo, nada tiene que ver con el estadio actual. Solamente la ubicación continúa siendo la misma.  Algo similar le ocurre a la persona que ha nacido en una casa que derriban para construir otra nueva o un  bloque de pisos: él puede seguir viviendo en el mismo lugar, pero no entre las paredes donde fue acumulando recuerdos. La primitiva Rosaleda era un campo pequeño, provinciano, acogedor, casi, familiar. Un campo de una sola planta,  a excepción de Tribuna que hacía honor a su nombre teniendo una grada que sobresalía del resto. En la actualidad, todos los espectadores permanecen sentados, pero en aquellos lejanos tiempos solamente tenían esa suerte los de Tribuna y Preferencia; los de Fondo y Gol  veían el fútbol apretados como arencas y de pie.

La visión de mi primer partido de fútbol en “La Rosaleda” está íntimamente relacionada  con mi llegada a Málaga para estudiar en la popularmente conocida, por aquellos tiempos, como “La Escuela Franco”, un centro de Formación Profesional, por donde han pasado miles de niños  malagueños y de otros lugares de España (también de las colonias africanas) para aprender un oficio. Incluso hubo un tiempo en que salíamos con una colocación. Como es de suponer, también niños de Periana estudiaron allí.  En estos momentos me vienen a la memoria algunos de ellos: Manolo “Guerra”, Pepe de la “Anita Tito Pepe”, Manolo de “La Camarilla”, Antonio de “Corazón”,  José Antonio  “De la Viuda, Rafael “Penitas”…Pero tengo la seguridad de que fueron algunos más que, ahora, no recuerdo.  A ese Colegio, como ya he puesto de manifiesto en algunos de mis relatos, a finales de los años sesenta del pasado siglo llegué yo.  Mi madre, nada más tener noticias de que me habían concedido la beca, recabó información de algunas progenitoras de los paisanos que he citado anteriormente para prepararme el ajuar, pero yo no tuve ocasión de hacer lo propio con ninguno de ellos. Así que las primeras referencias del lugar donde iba a pasar mi próximos seis años me llegaron un par de días antes de incorporarme al Colegio al coincidir en la barbería de Rafael “Pisablando” con don Francisco Gallego, el marido de Remedios “La Campanillona”, que era profesor del referido centro y al que mi madre también había consultado. Mientras esperábamos,  me informó de algunas cosas del Colegio: oficios que se podían aprender, curso al que yo accedía, horarios, instalaciones deportivas…,  aunque para mí, la noticia más sorprendente e impactante fue saber que frente por frente al colegio se encontraba el campo de “La Rosaleda”. El conocimiento de este detalle transformó instantáneamente mi estado de ánimo. Mentiría si dijera que deseaba vehemente que llegara la fecha de incorporarme al centro; pero sirvió para disipar algunos temores.

Ahora, con el permiso de ustedes, voy a romper el orden cronológico de la narración para contarles que con don Francisco Gallego (natural de La Viñuela) al que, alguno de los años que permanecí en el Colegio, tuve como profesor, mantuve una magnifica relación, y todos los lunes, cuando lo veía llegar con su Renault 6 de color blanco, matricula MA 88550, me acercaba para preguntarle si había estado en Periana, y cuando la respuesta era afirmativa, casi siempre, me traía algún paquetillo o algo de dinero de parte de mi madre.

Posiblemente, de todos los recuerdos que conservo referentes al día que llegué a Málaga para estudiar, el que mantengo con más nitidez hace referencia a la impresión que me produjo al ver, desde la ventanilla del coche de Guerrero, la fachada principal de “La Rosaleda”.  No. No podía ser posible. Aquel lugar mítico del que yo había escuchado hablar en numerosísimas ocasiones, y con el que tantas veces soñé, estaba allí, frente a mí.  Esto sucedió un miércoles y aquella misma tarde, gracias a Javier Ruiz, un muchacho de Yunquera, con el que compartí pupitre en mi primer día de colegio, y que ya llevaba un año en la “Escuela Franco”, tuve ocasión de ver por dentro el campo del Málaga. Al finalizar las clases de la tarde, entramos por una pequeña puerta que había junto a la casa del portero, al no ser hora de entrenamiento no había por allí ningún jugador, solamente unos cuantos operarios que cuidaban el césped. Mi recién estrenado compañero, que a los pocos días se convertiría en amigo para toda la vida, conocía el campo como la palma de su mano y me lo mostró en su integridad. Podría emborronar varias páginas describiendo las sensaciones que aquella tarde experimenté, pero como no es mi intención rebasar, en demasía, el espacio asignado a mis relatos en la revista, ni aburrir a los pacientes lectores, simplemente les diré que aquella fue una de esas tardes que justifican una niñez.

  Ruiz, que al igual que yo, tampoco había conseguido plaza en el internado, anexo al Colegio, y se hospedaba en una pensión de Ciudad Jardín, separada de la mía por unos cientos de metros, se convirtió en mi  providencial ángel guía. Me descubrió con pelos y señales el enorme edificio donde se ubicaba la “Escuela Franco” y los trucos necesarios para sobrevivir en él. Pero como su generosidad no tenía límites, me enseñó a moverme por Málaga y, en mi primera mañana de domingo en la capital, excursionamos al Puerto, el Parque, el Castillo de Gibralfaro y la Catedral.  La tarde la dedicamos a estudiar matemáticas y escuchar en la radio, que había en su pensión, el partido que el Málaga jugó frente al Betis en Sevilla, cuyo resultado no recuerdo con exactitud; pero tengo la seguridad de que perdió el club malacitano. Además de por nuestro aspecto físico (los dos éramos flacuchos,  morenos y de estatura similar),  coincidíamos en otras muchas cosas que cimentaron nuestra eterna amistad. Vivíamos en pueblos similares; habíamos nacido en el mismo año y mes, con una diferencia de siete días; teníamos una hermana mayor que nosotros; nuestro padre trabajaba en el campo; éramos conscientes de que para seguir estudiando debíamos mantener la beca y, para ello, la única receta válida era estudiar mucho.  Y, sobre todo, algo que nos unió de forma definitiva fue nuestra pasión por el fútbol: queríamos al equipo de nuestra tierra y simpatizábamos con el Real Madrid. Además de las similitudes referidas, había otra que resignadamente compartíamos: jugábamos pésimamente al balompié. Cuando hablábamos de fútbol, circunstancia que se repetía muchas veces al cabo del día, Ruiz, para picarme, me contaba que la temporada anterior, cuando el Club Deportivo Málaga militaba en la primera división, había visto casi todos los partidos sin pagar un real. Yo le rogaba continuamente que me descubriera su secreto y él me decía, una y otra vez, que el próximo partido contra el Gijón lo veríamos juntos los dos.

Mis  primeros días de Colegio, por unas cosas u otras, se tiñeron de gris; pero cuando el pesimismo me invadía conseguía liberarme rápidamente de él pensando que el domingo  iba a satisfacer una de mis ilusiones más anheladas: ver jugar al Málaga. De noche, como aún no había logrado adaptarme a la nueva cama, dormía poco y mal; pero la anterior al día que esperaba que fuese el de  mi bautizo futbolístico era tal mi nerviosismo, que no logré pegar ojo. A las once de la mañana, después de desayunar en la pensión –el almuerzo y la cena lo hacíamos en el Colegio-, nos vimos en el sitio acordado y nos dirigimos hacia el campo de fútbol. Desde horas muy tempranas se jugaban partidos de infantiles y juveniles en el Anexo, un campo que aún existe junto a las gradas de  Fondo.  Además, por aquella época, entre Preferencia y Fondo había una cancha de baloncesto  con gradas,  donde jugaban los equipos más representativos de la capital: el Medina femenino que militaba en la primera división y que dirigía un señor llamado Bonilla, la persona más nerviosa y vociferante que he conocido hasta el día de hoy, y el Málaga masculino que militaba en segunda división. Si te gustaba el deporte, había donde entretenerse.

         Para contarles cómo era mi amigo Ruiz agotaría todos los calificativos elogiosos que pueblan el diccionario de la RAE y no le haría justicia, pero hay uno que lo define con total exactitud: era, sobre todo, un niño dispuesto. Aquella mañana gris, divisando desde lo más alto de la Tribuna, como unos hombres colocaban en la parte de Gol las banderas, por orden de clasificación, de los equipos de segunda división y unas vistas maravillosas de Málaga, me dijo, pasándose la mano por el cogote y acariciándose la barbilla, que para ver el partido de aquella tarde entre el Málaga y el Gijón teníamos cuatro opciones:

a) Pasar por taquilla y pagar los cinco duros que costaba la entrada infantil de Fondo o Gol. Esta opción la desechamos rápidamente. Con ese dinero se podía uno comprar, en aquellos tiempos, diez bocadillos de pulpos en la Cantina del Colegio, 250 caramelillos de anís o montarse 25 veces en el autobús.

b)  Permanecer ocultos, hasta la hora del partido, en algún escondite de los muchos que había en el campo. Estudiamos esta posibilidad, pero la descartamos también.  Los domingos, en el Colegio, ponían de segundo plato un muslo de pollo con patatas y dos niños, en pleno crecimiento, que comían  más que  limas, no podían prescindir de semejante manjar.

c) Situarnos en las cercanías de las puertas de Gol y preguntar a todos los hombres que llevasen carnet de abonado si nos podían entrar. Ruiz me explicó que muchas personas, al comienzo de la temporada, se hacían socios del Málaga, para ello pagaban un cantidad estipulada para cada zona del campo y les entregaban una tarjeta rectangular que había que mostrar al portero, en la puerta de acceso correspondiente: éste la picaba en el lugar indicado para cada partido y entraban. Pero a veces sucedía que estas personas llevaban consigo el carnet de algún familiar o amigo que, por las circunstancias que fuese, aquel día no acudían al partido y, como eran buenas gentes, entraban a alguien.

d) Escalar la tapia del campo que daba al río Guadalmedina, la cual tenía unos agujeros hechos ex profeso para ello y que acudimos a inspeccionar.

Yo, como era novato en el asunto, me dejé guiar por Ruiz, y éste decidió que en primer lugar pondríamos en práctica el plan c y, en caso de fallarnos, cosa que podía suceder, cuando estuviese mediado el primer tiempo del partido, recurrir al d.  Al preguntarle por qué había que esperar a ese momento para escalar la tapia, me dijo que era cuando los vigilantes abandonaban sus puestos y se marchaban a ver el fútbol.

Una vez terminados de almorzar -donde por cierto, nos comimos cada uno dos muslos de pollo, ya que al haber pocos comensales, las cocineras, en aquella ocasión, se lo montaron bien-,  aunque apenas eran las dos y media de la tarde –el partido comenzaba a las cinco menos cuarto-, nos acercamos a la fachada principal de la Rosaleda, donde se encontraban las puertas de entrada a Tribuna, Preferencia y Gol. Aún había poco ambiente, tan solo algunos vendedores que estaban montando sus puestos. Nuestro objetivo era ver la llegada de los jugadores de ambos equipos.  El primero en hacerlo fue el Gijón, el autobús dejó a los futbolistas cerca de la puerta de Tribuna y fueron entrando al campo.   Miraba  extasiado y no me lo podía creer: eran ellos en persona, los héroes legendarios de mi niñez; a los que yo conocía, como si formaran parte de mi familia, gracias a los cromos que coleccionaba y estaban allí, delante de mí. Estreché la mano de Quini, toqué a Churruca, vi a Valdez, comprobé lo grande que era el portero Castro… Al poco rato apareció el Málaga y toda la gente que había aguardando comenzó a aplaudir y gritar: “¡Málaga!, ¡Málaga!, ¡Málaga!” Al primero que divisé fue a Wanderley que era negro (en la actualidad los jugadores de color son numerosísimos en el fútbol español, pero en aquellos tiempos era una rareza), a continuación vi a Migueli, Arias, Montero, Benítez, Pons, Goicoechea, Monreal… La tarde de los prodigios había comenzado muy bien: por primera vez en mi vida había visto a unos auténticos jugadores de fútbol.  A las tres y media, en punto, abrieron las puertas del campo. Habíamos acordado que para no hacernos la competencia, cada uno de nosotros nos colocaríamos en una entrada distinta de Gol. Le pregunté a Ortiz por qué no nos situábamos en Tribuna o Preferencia para verlo sentado, y me señaló a unos niños, mayores que nosotros, que hacían lo mismo.  Observé unos instantes cómo se desenvolvía mi amigo y enseguida aprendí.  Se trataba simplemente de acercarse a todo hombre que tuviese un carné de socio en la mano, no a los que llevaban entradas, y con mucha educación saludarle: ¡buenas tardes!,  y preguntarle a continuación: ¿me puede usted entrar?  En mi caso, al igual que sucede en otras facetas de la vida, se cumplió lo de la suerte del principiante, no creo que le hubiese preguntado a más de veinte personas cuando un hombre alto, delgado, pelado al cepillo y con una chaqueta azul me entró. Al atravesar la puerta que daba acceso al campo el corazón parecía que se me iba a salir, y era tanta la emoción que se me saltaron las lágrimas.  No recuerdo las veces que le di las gracias a aquel buen hombre, pero tengo la seguridad que superaron la media docena. Mi benefactor me pasó la mano por la cabeza al despedirnos y, tal y como habíamos acordado Ruiz y yo, corrí como loco para situarme en la valla que había detrás de la portería y coger sitio para los dos. Según me había dicho, era el lugar más acorde para los niños: allí nadie entorpecería nuestra visión, y estábamos muy cerca del campo y de los jugadores. Mis sorprendidos ojos miraban para todos los sitios, y aunque los tenía más abiertos que platos no daban abasto para captar todo lo que sucedía a mí alrededor; al mismo tiempo, de manera impaciente, miraba  cada momento hacia los vomitorios esperando la llegada de mi amigo. Pasaba el tiempo y él no aparecía, pero cuando estaba ensimismado, mirando el entrenamiento del portero del Gijón, me tocaron en las espaldas, al volverme y ver que era él,  celebramos nuestro reencuentro con tanta alegría y efusividad, que daba la impresión de que no nos veíamos desde el inicio del Diluvio Universal.

Aquel maravilloso partido de fútbol jugado un nublado domingo de  octubre, enmarcado en los finales de los años sesenta del pasado siglo, si lo medimos en tiempo queda muy lejano; pero yo, que por unas horas fui el niño más feliz de la tierra, lo recuerdo con tanta alegría, nitidez y precisión como si apenas hiciese unos minutos que el árbitro señaló el final. Por mi mente aún corre, regateando al olvido, el primer tiempo dominado por el equipo visitante  y que terminó sin goles; la increíble ocasión que, recién comenzado el segundo periodo, Migueli falló; el gol que metió Quini, cuando faltaba poco para terminar, y que motivó la derrota del Málaga… De igual modo posa en mi memoria la alineación que aquel día sacó Juan Ramón, entrenador del Club Deportivo Málaga, integrada por Goicoechea, Montero Arias, Monreal, Benítez, Migueli, Conejo, Aragón, Wanderley, Otiñano y Búa.

Desde aquel día lejano de mi estreno futbolístico, he presenciado cientos de partidos en la Rosaleda. He visto jugar al Málaga, en primera, segunda, segunda B,  tercera división y competición europea.  He vivido alegrías y tristezas, según tocase ascender o descender de categoría.  Recuerdo como hitos históricos el 6 - 2 o el 4 – 0 que el Málaga endosó al Real Madrid y Fútbol Club Barcelona, respectivamente. Sin embargo, el encuentro de mi vida sigue siendo mi primer partido: el Málaga-Gijón que presencié, junto a mi amigo Ruiz, aquella lejana tarde otoñal.

JOSÉ MANUEL FRÍAS RAYA

            Publicado en el número 31 de ALMAZARA

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